I.

Un helecho se asoma a la distancia, buscando un hueco de luz, entre pared y pared.
La gente, que se mide según sus hojas, le palmea el tallo, anunciándole el destino de ir para arriba.
“Hasta el cielo” piensan y el día se alza complaciente.

II.

Sueño que pierdo el pelo poco a poco, pero me siento inmune a las estaciones del año.
Cada diciembre, busco sobre mi almohada un augurio y descubro invariablemente que sólo soy yo la que duerme.
No es que me altere la adultez, pero el vendaval de ayer pasó sin haberme sacudido un peso muerto.
Y hoy la espera me encuentra, arrancándome las raíces, deshojándome la cabeza.

III.

Cualquiera diría que desarraigarse no es un proceso tan raro, sobre todo si mi ascendente corrobora una afinidad con el viento.
Pero el tiempo tiene ese vicio de darnos la razón en todo. Y sagitario o no, hace varios meses sospecho que he empezado a incubar ciertas certezas.

IV.

Las certezas son:
que los días complacientes me cargan de aburrimiento
que más arriba más aplasta la presión del aire
que el helecho es una planta enana
el tiempo, una convención de la muerte

y el cielo... que no vale la pena mirar el cielo.





después del desastre, uno podría decir que lo ultramarino no fue nada. la exacerbación no enciende finalmente la intensidad en un corazón vacío. hablo duro y acorazado ahora, porque me cuesta creer que de tu nombre quedó sólo su envoltura, una indeterminación de los colores. entonces, en ese afán de reduplicar la primera apuesta, me dan ganas de desecharte, o repetirte, esto, que sé, no se explicó ni desde el principio, ni anunciando la inminencia de una recaída.
ultramarina nunca fui yo, ultramarino fue el encanto. luego pasó, que te descubrí el rastro, que anduvimos sin recelos. Y en un instante de entre distracciones o indulgencias, la onda rebotó en el pecho, perdiendo su enclave. no encontraste en el sonido una diapazón que devolviera el eco. desesperaste. me pediste. el mar y su reverso.

cruces del sur pude ver miles de noches, sin que un tinte de su luz me alcanzara a tiempo. de sus rutas perdidas memoricé cada esquina, cada vértice, sabiendo que un día u otro, habría de toparme con el punto ciego que me balancea entre las cejas. no lo quise ver, claramente, se me escapó la urgencia, y en ese titubeo, recuerdo cómo me guiñaste el ojo y me señalaste el cielo. bóveda celeste, me dijiste, dios me tiende la mano.
cruz del sur vive impasible todavía, desde otra perspectiva, no hace más que iluminar el vacío. Si la miro desde las aguas, su infinito brilla ondulante, refractando el pasado, desapareciendo en el viaje.
cruz del sur es una sola, vos serías mi cómplice, y tu reverso, mi punto ciego.

una vez te aseguraste que ultramarino fuera un adverbio. Nos viste enfrentados y pensaste que la espuma, o la estela, o la bruma, yo las traía de pura ambientación en mi cabeza. te dije que estabas equivocado, te dije que no veías las huellas. y mientras resolvías contemplarme en las desviaciones, yo, en silencio, me fui alejando. tal vez, fue así, cómo, ultramarinamente, no te quise nunca más.


de todos modos, acá, queda mi botella. en altamar, como sabrás, las botellas no se hunden.



I.
Abrir la persiana y medir el día. Hoy que no llueve, hoy que es invierno, lo mejor es cultivar la luz con mediación de la ventana. Cuando lo pienso, esto no es más que un terrario. Y si acerco el ojo, perfilan las hormigas, picando por allá, arrastrando por acá o muriendo bajo la lupa. 

II.
La vista insistente, la destellante, recorre buscando los recovecos: esa línea discontinua que une balcones con cielo, figuras y cortinas, edificio tras edificio. Pero la ciudad, la ciudad en estampa es pura arista, y su atardecer, en el horizonte, un muro rojo sin fracturas. No es fácil, entonces, pincharse los dedos o sangrar de a curitas, mientras la noche depone sus antenas, y sólo a lo lejos, muy a lo lejos, se distinguen vértices, o el abismo prendido, el puro vacío inundado de estrellas.

III.
Despertar no implica para nada indagar la mañana. También está despertar por despertar, por hartazgo de soñar mucho. Despertar sólo por callar el taladro, los andamios, o el revoque del destino. Despertar por fisgón, despertar por si las moscas. Despertar para andar durmiendo o arrastrar pantuflas, siendo inconducente, el despertar de la culpa. Despertar por no decir otra cosa, sin siquiera abrir los ojos.

Preferible ser vespertino, aunque a veces se lo padezca. Cavernoso tras las persianas, diferido a los transeúntes, o amante de la basura. De todos modos, ni de día ni de noche se filtra el infinito por los pasillos. Mucho menos se encuentra una multitud agolpada, escondiéndose en la próxima esquina.